La idea de que la globalización es una fuerza de la naturaleza de la que no se puede escapar tiene una posible excepción: el reino himalayo de Bután. En 1972, el recién entronado rey Jigme Singye Wangchuck, de dieciséis años, anunció que no estaba interesado en aumentar el Producto Nacional Bruto. Su preocupación era otra: expandir la Felicidad Nacional Bruta, política que sigue en vigencia. Tan osado como absurdo, el proyecto de Bután es único en el mundo. La idea es simple y seductora: en lugar de contabilizar la actividad económica de la nación, medir la felicidad permite objetivos menos cuantificables: bienestar espiritual y emocional, conservación de la herencia cultural y protección del medio ambiente. Hay una cierta osadía que uno no puede dejar de admirar: una nación pobre y aislada desafía una de las premisas básicas de la economía internacional, y propone una manera distinta de medir el progreso. La felicidad. Es un sueño, por supuesto (esperanzador o desesperanzador). A las naciones más pequeñas del mundo siempre se les dice que si no se unen al sistema quedarán relegadas. Bután decidió rescribir las reglas del juego. ¿Acaso ésta es la única manera de domar la globalización?

Bután era y sigue siendo muy pobre. Antes de 1961 no tenía teléfonos ni electricidad ni carreteras pavimentadas ni escuelas ni hospitales. Los primeros bancos abrieron siete años más tarde, y hasta 1999 el país no tuvo ningún programa propio de TV. La capital, Thimphú, no tiene semáforos. La economía de Bután continúa siendo agrícola, y en gran medida dependiente de ayuda humanitaria. Más datos: en el 2005 Bután formó parte de la lista de los setenta y ocho países más pobres del mundo que publica el Fondo Monetario Internacional. Pobres pero felices.
La innovación de Bután es la desconfianza con la que examina el «progreso». Bután ha visto a sus vecinos lidiar con los efectos negativos de la globalización: avalancha de productos extranjeros, pérdida de tradiciones, explotación de recursos. Bután ha buscado una tregua. Ha seleccionando con cuidado aquellos aspectos de la modernidad que puedan mejorar la vida de su población. Los planes de educación en Bután, por ejemplo, incluyen la rotación de profesores en zonas urbanas y rurales, para que todos los estudiantes tengan acceso a la mejor enseñanza. Es más saludable: los pacientes en hospitales butaneses pueden elegir entre la medicina occidental o tradicional.
Pero muchas cosas siguen sin cambiar. Por orden del rey, los butaneses deben usar vestimentas tradicionales en público: un toga corta para los hombres, un vestido largo para las mujeres. Las casas deben estar construidas según el estilo arquitectónico tradicional y pintadas de blanco. Por ley, el sesenta por ciento de la tierra debe ser forestal. Quizá lo más sorprendente es que para proteger a los artesanos y evitar la contaminación de la belleza natural de Bután, se ha prohibido la importación de bolsas de plástico. Imagínese: un mundo sin bolsas de plástico.
Bután se ha convertido en un centro turístico global. No para mochileros cochambrosos, sino para americanos adinerados y turistas europeos. El Reino no permite más de quince mil visitantes por año y cobra 200 euros al día por el simple privilegio de estar allí. El turista debe solicitar visa con seis meses de antelación y viajar sin guía está tajantemente prohibido. Bután es, en pocas palabras, un club exclusivo que sólo acepta clientela de cierta clase, un país-boutique. La indiferencia de Bután hacia el progreso occidental es una de sus principales atracciones. Todo el mundo quiere saber cómo es la felicidad. ¿Quién no estaría dispuesto a pagar mucho dinero para conocerla?
En el 2005 una universidad de Canadá albergó una conferencia sobre calidad de vida. Se reunieron economistas, filósofos, sociólogos y politólogos para discutir cómo los gobiernos pueden promover la felicidad. Naturalmente, los invitados de honor eran los butaneses, cuya delegación incluía cerca de cuarenta profesores, monjes, y representantes del Gobierno. Hablaron con orgullo sobre su política agrícola, sus iniciativas educativas, y sus programas culturales. Se hizo un brindis en su honor y se celebró su presencia.
El mundo desarrollado tiende a equiparar el ingreso económico con la felicidad, pero los números no siempre corresponden. Los latinoamericanos, por ejemplo, serían más felices de lo que deberían, mientras que los europeos del este, dado sus ingresos, no deberían estar tan tristes. La felicidad es más simple y a la vez más compleja que la riqueza: está determinada por la cultura, la comunidad, la familia, el medio ambiente, la música. Los butaneses hace tiempo se dieron cuenta de ello.
Por: Daniel Alarcón (Etiqueta Negra)
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